¿Para qué leer?

¿Para qué leer? La soledad padecida por mi madre arrastró al mocoso que tuvo por hijo. Al verla mitigar su pena con revistas, folletines y cómics de Bugs Bunny (conocido como el Conejo de la Suerte, en aquellos años), resolví, a los cinco años, actuar de la misma forma. La lectura rompió el cerco de la soledad y el de la pobreza. Deseaba viajar, conocer otras latitudes fuera de Tlalnepantla. No había dinero para viajar a París, en los 80 eso hacían los ricos, nada más. Los libros me llevaron a ciudades destruidas mil años atrás, el Apocalipsis de San Juan me hizo, con sus 7  trompetas, retumbar al borde de mi cama; conmovido por la soledad de la criatura llevada a la vida por Víctor Frankstein, inició mi cruento romanticismo. Pero todo eso lo doy por sabido. Quien lee conoce la experiencia... ¿Y quien no lee? El sueño de la razón y sus monstruos Leer es una inyección antisoledad, para gente como yo, es una de las mejores drogas para evadirse de realidad. No es la única forma ni la mejor, simplemente no hay una mejor forma, a cada quien sus alucinógenos. Pensar que la lectura es una obligación humana o que leer nos hace mejores personas es un completo error. Es razonar como los hippies psicodélicos, cuyo plan consistía en inundar el sistema hidráulico norteamericano con LSD para construir una sociedad feliz. Por supuesto, quienes amamos la lectura, pretendemos arrastrar al mundo entero a nuestro vicio, tanto como los pintores, músicos, performanceros, cineastas y demás quisieran hacer. La lectura es un acto de amor y el amor no se impone ni se mandata. Vlady, el célebre pintor, decía unos años antes de su muerte: Leo puras cosas que no me gustan, pero hay que leer. No es necesario en realidad: hay que leer porque uno lo necesita, y si es prescindible en nuestra vida, más vale ocupar el tiempo de otra manera. El racionalismo, en su lucha contra el misticismo cristiano, donde toda verdad dependía de la voluntad divina, encontró en el conocimiento la felicidad y en el libro su principal difusor. Por eso, hombres modernos, creemos que todo lo afirmado en un libro es digno de crédito. Uno de los libros que más daño causó en mi vida fue Juventud en éxtasis. A mis 17 anos, presa de un irredento romanticismo mal comprendido, caí, fácil víctima, en un noviazgo tortuoso en el que todo el tiempo la culpabilidad cristiana acicateaba su látigo sobre mí. Aseguro que es un libro indigno, utilísimo acaso para fogatas. Cogito ergo sum, afirma descartes; coito ergo sum, responde Raymundo Ramos. Ambas sentencias deberían funcionar como imperativo vital. El hombre renacentista mantenía una actitud de apertura ante todo arte y toda ciencia. El hombre nascentista (que propongo para los nuevos tiempos), debe abrirse a la vida. No todo se halla en un libro, ni en la pintura. Henry Miller, voraz lector, declara en su vejez que prefiere leer personas. Leer es compartir con otro ser humano, como charlar, jugar basquetbol o un encuentro sexual. Así que cuando cierta persona se angustia porque lleva tres años sin leer nada que no sea Quino, Maitena y uno que otro reportaje, me pregunto, ¿cuál es el problema? Leer es la celebración de la intimidad voyeurista, no se lee entonces para ser más cultos o estar al corriente de las novedades. En lo que a mí respecta, encuentro placer en leer calles, personas, topologías femeninas. Me hablan las ranas y las cucarachas. Asisto poco a eventos literarios porque huelen a naftalina. Leer debe ser como manejar, bailar o tocar un instrumento: imperativos amatorios y no obligaciones. B. G.

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