El hijoputismo

Sobre la necesidad de ser un hijo de puta El romanticismo nos enseñó que el artista es un yo sensible, un catalizador y un detonador. El artista es un ente sobre el que los rayos y truenos del mundo caen, es como aquel personaje de los adolescentes Picapiedra, que va permanentemente acompañado por una nube cargada y gris: un ente sufriente, un profesional de la emoción. Aun cuando la emoción sea positiva, como la alegría, es tormenta. Sobre el sufriente recae toda bondad y toda maldad en el mundo. Nadie más percibe la belleza y la ternura como él, nadie más y él está aquí para dar constancia del sufrir universal. De ello no puede mas que devenir un hijo de puta. De tanto sentir todo, siente nada. No hay emoción imperecedera, sólo la emoción. No importa el sufrimiento de los demás, ninguno es su sufrimiento y, como Cristo, él artista vino a sufrir por todos. Vivir como artista es entonces vivir en laceración constante, no alejado de lo mundano sino subsumido en ello, como una rata en una licuadora. Tanto Rimbaud como Henry Miller son excelentes ejemplos de la actitud del hijodeputa. Sólo se puede a escribir como ellos siendo tal, porque los conduce la sinceridad extrema, no hay en ellos visos de buscar una beca, un premio o una publicación, dialogan con el pasado y con la posteridad como si estuviese frente a ellos con una botella de vino y trocitos de queso. El hijodeputa no busca serlo, simplemente se descubre como tal en su insatisfacción, no llega al arte pretendiendo ser artista, simple y sencillamente está ahí. El hijo de puta llega a publicar, pero ese no es su destino, ni siquiera escribir o pintar, lo hace por hijo de puta, por hijo de la chingada. Vive navegando la tradición, no se reconoce en ninguna escuela sino en la hijoputez. Su desvergüenza y su orfandad lo llevan a asirse de otros hijos de puta, así, lo mismo dice que Cristo es su padre, o Manuel Maples Arce. Como madre escoje a Alfonsina Storni o a Anaïs Nïn. La orfandad permite inventarse cualquier prosapia. Ser huérfano es estar libre de atavismos (aunque no de herencias), nada se debe a nadie, acaso se es acreedor de la humanidad por causa del nacer y del vivir surfeando la ansiedad. El hijo de puta es un enfermo, le tiemblan los huesos, le gruñe el corazón, tiene el alma llena de caspa y su espíritu sufre halitosis. No es una buena vida, ni mucho menos deseable, quizá como mérito posea sólo el desapego, porque como buen huérfano busca su casa en todas y ninguna. Cuantas veces le griten "hijo de puta", no devolverá sino el eco de un corazón roído e infeccioso. César, los que van a morir te saludan: Chinga tu madre. B. G. 2013

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