Oaxaca, abismo en el sol


Comezón en el pie o de conquista en Oaxaca, parte I

Benjamín García

Soy un viajero, lo he sido toda la vida. Cuando era niño pasé por 11 escuelas diferentes para realizar la primaria. Cada vez que Yolanda y Alfredo (su primer esposo) se peleaban, ella decidía huir a otro lugar de La República. Así viví en Puebla, Michoacán, Monterrey, Aguascalientes y Puerto Vallarta. Ahora me encamino a Oaxaca. Se acerca la navidad y no quiero pasarla en el Distrito Federal. Mi autobús parte a la media noche. Aunque afuera de la Tapo la ciudad ya bosteza, aquí ebulle la vida en forma alocada, me da un poco de terror viajar con los turistas, esos que persiguen crazy nigths and fun winter vacances, pero aquí estoy.
En las terminales de autobuses y en los aéreo puertos todo es muy caro, me pregunto ¿por qué? Lo que menos desea un viajero es gastar, el dinero está contado. Yo apenas llevo $300, voy a tocar en las calles de Oaxaca para comer, a domir en la calle y a regresar a la Ciudad de la Esperanza (la esperanza de encontrar trabajo, de no quedar atrapado en el tráfico, de hallar una cara amable, de no ser aplastado en el transporte, como alguna vez me dijo alguien).
Yo no viajo para ver sitios, viajo para hacer más amigos, para ver personas y por aventurero. En el Louvre tuve una desavenencia con mi entonces pareja porque ella quería ir de inmediato a ver la Mona Lisa, era obvio que iba a hallarse rodeada de turistas gordos con gorras de colores y cámaras digitales de un millón de megapixeles, que en lugar de admirar la obra admiran la foto de ellos al lado de la obra, presumiendo su viaje a los amigos una vez de regreso en casa.
Quise disfrutar las obras que la circundan y fue imposible, los famas me empujaban a cada rato. Mamón me dijo mi ex, supongo que sí, pero mi mejor recuerdo del Louvre no es ni la escultura de Amor y Psique ni la Giocconda ni los cuadros de Delacroix (que amo, por supuesto); es haber tocado con mi clarinete durante diez minutos en uno de los patios antes de que un amable “flic” me echara de ahí con un flemático “desolée”.
El autobús debía partir a la media noche, estamos a punto de abordar, cuando los encargados de la línea dan el aviso de que hubo un error y nuestro autobús se retrasó. 20 minutos. La gente se impacienta: “Vamos a tomar uno secuestramos al chofer”. A la media hora los chiflidos y los reclamos comienzan. Yo mantengo la calma, después de todo, cuando iba de camino a Suiza, en Domodossola se descompuso el tren, estuvimos cerca de media hora a la espera, sin recibir aviso de nada y nos pasaron a un tren local que le dio la vuelta a todo Suiza antes de llevarnos a Basilea. Si eso pasa en el país de la perfección cronométrica, cuantimás aquí.
Hacia la una de la mañana arribó nuestro autobús. Me subí emocionado porque al fin iba a poder darle mate a mi botella de vino. Pero oh sorpresa, no traía sacacorchos. Ni modo, a asomarme por la ventanilla ya dormir.
Lo que más disfruto de viajar de noche por estos lares es ver las estrellas, son grandes como pelotas brillantes inundando el cielo.
Arribo a Oaxaca alrededor de las diez treinta de la mañana. La primera sorpresa es harto desagradable, como a la salida de la Central de Autobuses de Puebla, hay una replica del D. F.: vendedores de discos pirata, películas porno y autos y más autos. Antes se decía que la urbe se devoraba al Estado de México, ahora parece que el virus urbanótico infecta a las ciudades del resto de la República.
Llego a Oaxaca completamente solo. La soledad es tan aterradora como seductora. Finalmente encuentro a mi amiga Liliana Jiménez, quien me lleva a recorrer el Centro. Es una zona hermosa, llena de construcciones viejas, coloridas y de iglesias churriguerescas y pretenciosas. A pesar de la resistencia de Toledo, hay aquí un Burguer King y un Taco Inn.
Mientras andamos busco a las señoras obesas de piel tostada que venden sabrosas tabletas de chocolate, “saldrán más tarde a la vendimia”, pienso. Caminamos hacia Santo Domingo, un recoveco cultural donde se localiza el Instituto de Artes Gráficas a la iglesia que da nombre a la plaza. Hay muchos cafés, pequeños y agradables muchos extranjeros, al parecer México está de moda entre los alemanes. Los gringos son pocos, tal vez por la recesión económica.
Por la tarde voy a tocar en las callejuelas, la competencia es mucha, sobre todo por los niños acordeonistas. Hay acordeonistas en todo el mundo, en Barcelona hay una broma, se dice que los rumanos son creados en fábrica y que salen de ahí con un acordeón en la mano y tocando Bésame mucho. En el metro de la Ciudad de México y en sus calles
Hay muchos niños de origen indígena, desarraigados de sus pueblos por sabrá Dios que perversa mano. De entre todos ellos, muchos son buenos ejecutantes, con sus ocho o diez años a cuestas, son buenos digitadores aunque no cantan. En Oaxaca todos cantan con una voz entonada y fuerte.
A menudo la gente los ve como un objeto decorativo más, mexican folklore, pero si a muchos de ellos se les brindara la oportunidad de conocer música diferente, de aprender a un nivel más allá del que conocen, su historia sería otra, no sólo se les daría un apoyo, sino una vida. No es tan difícil, basta con solicitar unos maestros de las escuelas de música, incluso chicos que hagan su servicio social y perciban alguna contribución por ello. A cambio de asistir a las clases, a los niños se les puede motivar con la comida o algo así.
Como en todas partes de México (buenos, no conozco el norte y dicen que ahí es un poco como el primer mundo) cunde la mendicidad. No es igual que los músicos y teatreros hayamos escogido la calle como opción a que un niño o un anciano deban fregarse día tras día. Cada vez que veo a un anciano con todas las facciones de la calavera en su rostro, me odio y a todo mi raza capaz de permitir eso.
Ese día me hospedo en el hostal Zipolite, noventa y cinco pesos por noche, es lo más barato que puedo conseguir. Dejo mis cosas y salgo a dar la vuelta. El zócalo es hermoso, dos restaurantes están siempre llenos de gente y todo el tiempo se ven pasar mujeres hermosas.
Al día siguiente se efectúa la noche de los rábanos, una fiesta en la que los cultivadores llegan con rábanos gigantes y hacen esculturas con ellos. Es una fiesta dividida, en el zócalo se halla la versión oficial y cerca del IAGO la versión APPO. Aunque todo está muy tranquilo, la versión oficial se halla custodiada por cientos de policías, es impactante ver a la gente montada entre las rejas y los agentes tomándole fotos a las esculturas.
Pensé que las víspera de navidad el zócalo iba a estar vacío, no es así
Hay un montón de gente por todos lados, un gran árbol de navidad, los restaurantes abiertos. A mí me espera Víctor, un amigo de Liliana Jiménez afuera de no de los locales del Mayordomo. Por más que he buscado a las señoras gordas de brazos anchos y canastas llenas de sabroso chocolate, sólo encuentro estos locales del Mayordomo, donde sin duda hacen un buen chocolate, qué duda cabe, pero extraño a las señoras. Lo más cercano fue el chocolate que conseguí en el mercado, y aunque no está mal su sabor, no se acerca ni por tantito al que solían traer las señoras. Hace tiempo supe que un grupo de muges oaxaqueñas inició una empresa para llevar el chocolate a toda la Republicas y el mundo. Espero que por eso no estén aquí y no porque las hayan corrido.
Ya en casa de Liliana, en el pueblo de Atzompan, muy cerca de Monte Albán, las calles son de tierra, como en el Estado de México cuando o era niño. La cena consiste en costilla de ternera y mezcal casero. Las camionetas pasan por las veredas con su música tipo norteño y los fuegos artificiales se ven a lo lejos.
Al día siguiente viajo a Monte Albán en una bicicleta que me prestan los papás de mi amiga. El camino es pura subida, entre la sierra, así que me bajo y llevó la bici empujando, me encuentro con un señor que va rumbo a su pueblo. Conversamos un poco: “Vengo todavía pedo, y está pesada la subida”. Toma su derrotero y varios minutos más tarde llego a Monte Albán.
Monte Albán es un lugar enigmático. Un poco a la manera de una abuela que conserva algunas bellezas de mocedad y que lleva consigo un secreto muy importante. Teotihuacan por el contrario es un joven sacerdote dispuesto a develar los secretos del cosmos hasta hacerlos suyos.
Al salir pruebo a ir a toda velocidad en la bicicleta, con algunos autos que pasan raudos a mi lado. Pocas sensaciones son tan libertarias como la de ir sobre una siguiendo el trazo de las curvas, con el aire sobre el rostro. Tal vez porque ahí la muerte y la vida se trenzan en un amasiato intenso.
De ahí me dirijo al Zócalo por mi amigo Víctor Manuel González, alias El Violín, metonimia clásica entre los músicos, más clásica en un músico de orquesta. Lo encuentro afuera del restaurante El Jardín, la gente le avienta dinero desde el piso de arriba. Gracias a su virtuosidad nos invita comer Ignacio Toscano, promotor cultural y director del festival cultural instrumenta. De la mesa de al lado le piden una pieza más a El Violín, se trata de la cantante Lila Downs y su esposo Paul Cohen.
Víctor yo nos dedicamos a pasear por el centro y a buscar alemanas locas. Más tarde volvemos a tocar, como no tenemos nada ensamblado, decidimos abordar cada quien un restaurante.
Apenas el primer tema en mi saxo soprano y un tipo afable y sonriente me pregunta si ya cené. Le digo que no y con la mano me hace la indicación para que me siente. Le hablo a El Violín y también es invitado a acompañarnos. Es un chihuahuense, estudió ingeniería geofísica “pero construyo carreteras porque de algo hay que ganarse la vida”. Rondará los cincuenta o sesenta (si es esto último, se conserva muy bien). De joven tuvo un grupo de rock, en Oaxaca, Eufonía, y de ahí fueron a Televisa, pero terminaron asqueados del mundo de la farándula. Es la viva imagen de Bob Dylan, delgado, con el rostro enjuto y el cabello ondulado, a momentos rizado con desparpajo y una mirada medio tierna, medio dura y muy profunda.
Nos despedimos de Dylan y seguimos like a rolling stone.
Al otro día nos volvemos a encontrar a Ignacio Toscano. Es un tipo amabilísimo y con un trato exquisito, nos consigue trabajo en la presentación de la revista El Alcaraván, uno de los proyectos fundados y refundados por Francisco Toledo. Es al día siguiente, a las ocho de la noche, así que El Violín y yo debemos preocuparnos de montar un repertorio conjunto.
Es 27 de noviembre, despertamos alrededor del mediodía los papás de Liliana nos invitan a desayunar. Atzompa es un pueblo como los del Estado de México en mi infancia, con casas construidas por el maestro albañil y no por arquitectos, sin pavimento, sólo tierra y sierra, nada más.
Los señores nos invitan a unos quince años donde el Papá de Liliana será el padrino. Aceptamos gustosos la oportunidad de presenciar una fiesta en un sitio como este. Partimos hacia las dos en la batea de una cuatro por cuatro junto con m la banda de alientos, subimos una pendiente casi vertical. Arribamos a la casa. El patio es un jacal. La banda comienza a tocar. La quinceañera pasa vivaracha y feliz. Nos sentamos. Es visible que en Atzompa la división entre hombres y mujeres aún es muy marcada

Comentarios

Rogelio Pineda Rojas ha dicho que…
¡Qué bonito escribes, carnal! Cómo envidio ese caracter tan libre que tienes. Algún día lo imitaré, algún día. SALUDOS

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